De los cinco sentidos, el olfato es el más desconocido, pero también el primero, el más directo, el que más recuerdos evoca y el que más perdura en nuestra memoria. Está controlado por neuronas expuestas al exterior con un sistema de receptores proteicos donde se representa una parte sustancial del genoma humano. Este sentido tan ignorado, capaz de atraer a una polilla desde enormes distancias y de avisarnos del mal estado de un alimento, es el que nos proporciona el placer de un buen vino y, gracias a su temprano desarrollo evolutivo, el que creó nuestro cerebro. Su importancia para la supervivencia se muestra claramente en los animales, a los que les sirve para la búsqueda de comida, refugio y pareja. Porque el olfato es en realidad un fino sensor químico, capaz de analizar productos sobre la marcha, que puede ser una nueva herramienta diagnóstica para algunas enfermedades; un sistema complejo que nos mantiene informados y en contacto permanente con el entorno. Como decía Helen Keller, un “hechicero poderoso que nos transporta miles de kilómetros y hacia todos los años que hemos vivido”.