Ahogada su personalidad en un anecdotario, tan falso como absurdo, que desfiguró desde su nombre y apellidos hasta los últimos momentos de su agonía. Fantasías que se tomaron por verdades y certezas despreciadas por contradecir la imagen creada a base de cuentos y chascarrillos. Sin duda, esa mixtificación fue, en parte, fomentada y propalada por él mismo. Fantasioso, decidor, conferenciante admirado, amante y preocupado padre de su prole, generalmente editor de sus obras buscando nuevos diseños del libro. Muy reservado y celoso guardián de su intimidad que en entrevistas miente sin recato sobre su vida y afanes personales. Católico aunque escasamente ortodoxo por su admiración al herético Miguel de Molinos. Carlista y místico, consumidor de hachís, altamente sociable, buena parte de su vida transcurrió en tertulias; prolífico autor empecinado en innovar lenguaje y modos teatrales al margen de los gustos del público. «¿Cómo será la literatura del año 2000?» —le preguntó un periodista en 1932—. «No lo sé —respondió—, si no ya la estaría haciendo». Permítanme presentarles a don Ramón del Valle-Inclán.